Entre el mundo imaginario que Roberta Lobeira creaba durante su niñez, junto a las vivencias y artículos que observaba a su alrededor, inició una carrera plástica a los cinco años. Así, con apoyo de su madre, quien siempre la hizo sentir segura de sus creaciones, la pequeña Roby creció con la certeza de dedicar su vida al arte, pues lo único que ella deseaba y lo que más feliz la hacía era pintar.
“Yo no estaba interesada en saber nada de museografía ni nada de eso. Me acuerdo que todo el tiempo estaba en clases y talleres para aprender más técnicas y perfeccionar las que ya sabía. Las pinturas que hacía se enmarcaban y colgaban en mi casa ‒por instrucciones de mi mamá‒. A veces, cuando voy a Monterrey todavía me encuentro esos cuadros. Yo los descuelgo y cuando regreso vuelven a hallarse ahí”.
Con flores, animales, elementos de moda, entre ellos diferentes textiles y encajes, Lobeira logra plasmar varias de las experiencias que ha vivido, al otorgar diferentes cualidades a la representación de los personajes en sus pinturas.
Mi mamá era dueña de una florería en la casa. Yo tenía 11 años cuando llegó una señora a comprar en el negocio de mi mamá. La clienta salió con flores y un cuadro mío pintado en acrílico. Fue lo máximo para mí, me sentía feliz.
Las caricaturas siempre me gustaron, podía utilizarlas y al mismo tiempo pintar retratos. Me pedían proyectos para ilustrar algunos libros hasta que mi estilo se definió ‒como a los 20 años‒ convirtiéndose en algo más surrealista.
Conocí a Manolo Caro cuando viví en la Ciudad de México, un día me contactó para explicarme que quería que pintara un cuadro bajo mi estilo. Jamás pensé que era el que iban a usar en la introducción de cada uno de los capítulos.
Quiero hacer un libro con la trayectoria de mis obras. Es un gran trabajo, pues me enfrento a la evolución de mi historia y, sobre todo, a recopilarlas, puesto que se encuentran en colecciones privadas por todo el mundo.
Aunque yo los siga viendo parecidos, me doy cuenta de que no es la misma técnica, a pesar de todo involucro a los animales ‒por la influencia de mi papá, que era cazador y murió cuando yo era niña‒, y a las flores ‒por mi mamá‒; siempre trato de perfeccionar estos elementos.
Son pequeñas historias de mi vida en las que incluyo a personas vistiendo prendas en transparencias de algunos diseñadores que admiro. Por ejemplo, a Aislinn Derbez la pinté con un vestido de Gucci. A pesar de los haters ‒que siempre hay y me escriben diciendo que esa moda es de tal diseñador‒, obvio eso ya lo sé, es más, hasta los etiqueto y les doy todo el crédito.
Es mi exposición más reciente. Retrouvailles es el sentimiento de felicidad de volver a ver a alguien. Con esta muestra regresé a Monterrey y me convertí en la primera mujer en exhibir en la Pinacoteca de Nuevo León.
¡Claro! Me cuesta desprenderme de ellos. En especial pinté uno que pacté la venta con la galería y después me arrepentí; por más que lloré no me eché para atrás y lo entregué. Cada cuadro tiene un significado muy especial de mi vida y cómo la veo.
El óleo, de chica pintaba con acrílico porque seca rápido, pero ahora solo la uso como base en algunos de mis cuadros. Me encanta el gran formato porque puedo plasmar muchas cosas en él.
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